Existen varias formas de concebir una ciudad
y lo que ésta significa para la vida de quienes la habitan.
Quizás la más común y corriente es aquella
que la entiende como un espacio urbano y arquitectónico que sirve de sostén a
una población, a partir de una determinada organización territorial y de un
patrimonio construido a lo largo de la historia.
Sin desconocer la importancia
que tienen estos aspectos, se tornan restrictivos a la hora de descubrir,
rescatar y valorar el entretejido de las relaciones humanas, como aquellos
pespuntes con los que se van hilvanando las crónicas y las historias de cada
quien, en el cada día y a lo largo de la historia.
Hoy tienen curso concepciones y prácticas que
quieren superar las visiones restrictivas de la vida en las ciudades. Las
entienden más bien como espacios de transacciones múltiples, como proyectos
humanos en permanente construcción y transformación, como conjuntos vivos de
memorias y deseos, de lenguajes múltiples, de palabras, de recuerdos y de promesas.
Bien decía Ítalo Calvino que “las ciudades son un conjunto de muchas cosas:
memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, pero estos
trueques no lo son solo de mercancías, son también trueques de palabras, de
deseos, de recuerdos.” En esta misma línea de pensamiento, el filósofo
colombiano Bernardo Toro, sostiene que la ciudad debe ser entendida “como un
norte ético; la ciudad es un bien público que debe convenir a todos para su
dignidad, lo cual implica pensarla, transformarla y dirigirla como un espacio
para hacer posibles los Derechos Humanos.”
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario